Sunday 12 October 2025
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abc - 5 hours ago

El aborto y la profecía de Dostoievski

Cuarenta y siete años antes de la revolución bolchevique de octubre de 1917, Fiódor Dostoievski empieza a escribir Los demonios . La novela narra un movimiento incipiente clandestino que pretende el poder amparado en la aparente sensiblería de la gente que lo admite todo. La fuerza esencial con la que se transmite el proceso de usurpación es la vergüenza sentida por el pueblo ante la opinión propia porque ha sido convencido de que no tiene nada que decir, y lo que puede expresar no significa absolutamente nada ante aquellos que tienen las ideas. La gente allí no tiene capacidad para mostrar ni una sola idea propia aprovechable. El globalismo, ya presente en la Rusia que acoge ese movimiento de poder, es la expresión de una fuerza vinculada a una soterrada revolución europea y mundial. No hay creencias, no hay seguridad en un incomprensible Dios, toda la sociedad se compone de prejuicios, incluso la existencia de la misma familia y el valor de lo humano. Es la nada instalada como forma de convivencia. Ni un solo valor, ni una sola virtud. La trascendencia, un sueño. La esperanza, el poder. Y aquí viene la propuesta definitiva: «Una décima parte de los seres humanos disfrutarán de una libertad individual y de un derecho ilimitado sobre las nueve partes restantes. Estas nueve partes perderían su personalidad, convirtiéndose en una especie de rebaño (mediante la reeducación de generaciones enteras), y, mediante la sumisión ilimitada, alcanzarían tras una serie de transformaciones desde su inicial candidez, algo así como un paraíso primitivo, aunque, por lo demás, habrían de trabajar.» Inadvertidamente se han instalado de una forma natural estas formas de nihilismo en nuestro modo de vivir occidental. El nihilismo –nada tiene valor, a nada se ha de tomar apego– es el contenido habitual oculto en el discurso político. Ya en el inicio de estas ideas nihilistas se llega afirmar que la vida humana solo sirve para destruir lo establecido, como causa justa además. Por las mismas fechas, Nietzsche proclama el sentido extramoral del bien y del mal. Y ahora solo somos sensibles, relativamente muchas veces, al sufrimiento cuando nos afecta directamente. Así no merece la pena vivir, se piensa. Es el nihilismo aplicado a la propia existencia. La cultura humana de relación ha sido destruida por pérdida de su valor, y no es asunto considerado en la controversia política, que se reduce a señalar lo inadecuado para unos del comportamiento de otros. Nadie tiene un discurso en el que se use la razón constructiva, y de ese modo predomina la destrucción de lo establecido. Mientras tanto, la democracia se reduce a convocar a los habitantes de un territorio, desconectados entre sí, a emitir un voto visceral en la mayor parte de los casos, o un voto útil en el resto por falta del concepto del valor. No se debate en público cuál ha de ser el rumbo de la sociedad ni qué valores se defienden. Es la democracia denunciada por Sócrates. Sometido y en silencio, el pueblo no tiene nada que decir. Hay intérpretes sociales, la prensa, sobre todo lo que queda de prensa consciente de su verdadero papel, cuando se prescinde de lo utilitario e ideológico. «Nueve décimas partes de la sociedad están condenadas al silencio», como escribió Dostoievski. Nos consolamos con los vídeos de las improductivas redes sociales que circulan haciéndonos creer que alguien les hará caso alguna vez. No sirven de nada salvo para consagrar una inútil división, o para provocar la risa y diversión que evita pensar en lo que se debate por debajo de nuestros pies. Cien años más tarde de Los Demonios , en 1970, el Club de Roma con Donella y Denis Meadows, J. Randers y W.W. Beheren elaboraron el informe del MIT publicado como Los límites del crecimiento , que, con sus profecías matemáticas de la vida en la Tierra, ha progresado con una ulterior corrección hacia la Agenda 2030, de la que se habla mucho pero se sabe poco, aunque sea de obligado cumplimiento en las democracias occidentales, entre ellas España. En realidad, más de nueve décimas partes de la población no sabe que la limitación de nacimientos es uno de sus principales objetivos mundiales. Una décima parte de la población manipula las conciencias del resto para que lo que es una siega de vidas antes del nacimiento parezca un regalo con el que tenemos que estar contentos. Como sería la sumisión de una criatura irracional a la que le acarician el lomo con una ternura atroz. Y lo mismo respecto a cada uno de los «nuevos derechos» concedidos para que todas las ocurrencias se consideren atendidas por la décima parte dirigente, y les permitan seguir su programa de dominio. Es tan importante este objetivo del aborto, oculto bajo el epígrafe de «salud reproductiva» (Meta 3.7 de la Agenda 2030), que España, después de Francia, está empeñada en blindarlo en la Constitución. Es decir, un derecho constitucional consagrado, y que se pondrá más empeño en cumplirlo que en promover el pleno empleo o el acceso a la vivienda o la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Pero con esta perspectiva no existe duda de que la muerte provocada de criaturas en el útero materno es una legalidad solo aparente porque le falta la corona de la ética. Es una incitación a una deshumanización de la relación humana, una alienación antagónica del hombre y de la mujer que se convierten en extraños conectados solamente por el deseo. El iluminado dirigente se permite incluso el lujo de decir cuándo hay vida humana y cuándo no, pero es obvio empíricamente que casi antes de que la madre sepa que está embarazada ya existe latido fetal y desarrollo biológico impulsado por una fuerza misteriosa. La manipulación positivista ha convencido a la gente de forma inadvertida que la vida es únicamente la vida biológica. Por eso, se concluye que si la vida es sólo biología es solo material, y por lo tanto manipulable y prescindible. Pero no. La vida es lo oculto que sostiene a la biología, no es la biología. La vida es lo que merece respeto en la existencia humana. Y el respeto es consecuencia de la dignidad irrenunciable que cada uno de nosotros sabe que tiene, y que es patente en el resto de los hombres y de las mujeres, y negarlo es un modo nihilista de enfocar la relación social. Quisiera que en algún momento se inicie una contrarrevolución cultural que vuelva a dar valor a la relación humana constructiva y sinceramente dialogante, que se trate de curar el cáncer de la destrucción nihilista de la sociedad. Es verdadero, para empezar, que la relación humana tiene un valor de participación. De hecho la sociedad es una prolongación de una relación yo-tú que construye interiormente, que edifica y constituye un nosotros verdaderamente conectado por el amor. Partiendo de aquí, la sociedad se agruparía alrededor de intereses de valor humano, que debería ser el contenido de la polí la participación política es una virtud humana que hace una sociedad democrática en su sentido genuino. La consecuencia de esto es una expresión que hace años que no resuena en ninguno de los partidos que intentan gobernarnos: el bien común. Es hora de que el cien por cien de los ciudadanos alcancen la madurez para construir un país nuevo, no que sea un 10 por ciento el que «asegure» la vida a cambio de dominar las opiniones del resto confinado en el silencio. La revolución cultural del valor, y no la económica o ideológica, debe ser el principal contenido de la política. Cultura solo se hace en una sociedad unida, lo demás es contracultural y utilitario.


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