Saturday 1 November 2025
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abc - 7 hours ago

Vivir en un cementerio: «No dije a mi novia dónde vivía y cuando la llevé a conocer a mis padres pensó que era un psicópata»

A pocos metros de interminables hileras de lápidas, con trasiego constante de coches fúnebres, y rodeados de cipreses, coronas de flores y panteones. En este ambiente digno de una novela de terror de Edgar Allan Poe, crecieron Marc Arias, que ahora tiene 60 años, y sus dos hermanos mayores. También sus hijos. Su padre, el patriarca de la familia, Manuel Arias, fue durante más de medio siglo sepulturero en el cementerio de Poble Nou de Barcelona, el más antiguo de la ciudad, y el Ayuntamiento de la ciudad y Pompas Fúnebres , gestores en aquel momento del negocio funerario, le otorgaron, en calidad de funcionario municipal de cementerios, esta vivienda ubicada dentro del recinto mortuorio, justo cruzada la puerta principal del camposanto, a escasos metros de la entrada a las tumbas y panteones. Pese a lo tétrico del entorno, esta familia de origen leonés ha «crecido» en un ambiente de «absoluta felicidad», ajenos a su «peculiar» emplazamiento y con un «respeto absoluto» hacia «todo lo que significa la muerte». Hoy, con 97 años, Manuel sigue residiendo allí junto a dos de sus hijos. En puertas del Día de Todos los Santos , este diario se acerca a la necrópolis para conocer de la mano de sus protagonistas cómo es vivir teniendo a difuntos de vecinos . Hace un día soleado y las flores de los nichos irradiadas por el sol inundan de colorido el recinto. Reina un silencio absoluto. Cruzada la puerta principal del cementerio , en el margen izquierdo de la entrada al espacio de las lápidas, uno puede ver cuatro pequeñas viviendas, tres claramente abandonadas, y otra en la que aún late vida . Dos plantas parapetan la puerta y un pequeño buzón de correos delatan que está habitada. Tras tocar el timbre con insistencia abre la puerta Manuel. Mira extrañado a la reportera y pregunta qué le trae por ahí. Dada su edad avanzada y sus problemas de audición, la emplaza a volver a la tarde. «Estará mi hijo y le explicará mejor», dice el anciano. Como otros muchos emigrantes de la época Manuel llegó a la capital catalana en 1953, procedente de una pequeña aldea de los Ancares leoneses. Pronto consiguió trabajo como funcionario en los cementerios barceloneses. En la Ciudad Condal, conoció a su esposa, ya fallecida, y antes de contraer matrimonio con ella, se le adjudicó una casita baja en el cementerio viejo de Poble Nou. Allí ha vivido Manuel durante 60 años, allí ha forjado su familia y la ha hecho crecer «con amor y dedicación». Marc, su hijo menor, nos explica sus vivencias, dignas de ser noveladas. «En esta casita se forjó nuestra familia. Nuestra infancia transcurrió felizmente en este recinto, rodeado de fuentes, cipreses y palmeras», dice Marc. Su vida y la de sus hermanos fue, según afirma, «como la de otros muchos niños de su edad». Tenía las mismas aficiones que sus amigos, pero las ejecutaba en un entorno de lo más peculiar. Jugaba a las canicas entre las tumbas y también aprovechaba la tranquilidad y el silencio del recinto sepulcral para estudiar cuando iba al instituto. «Mi madre limpiaba nichos, tumbas y panteones y después del colegio la acompañaba. Aquello era maravilloso. Observaba las estatuas, cazaba renacuajos en las fuentes, jugaba al escondite, y, ya más crecido, estudiaba la lección dentro del recinto mortuorio . Allí se respiraba tranquilidad y tenía paz interior», dice Marc. Ni él ni sus hermanos tuvieron jamás miedo a la parca , ni a los difuntos. «Respeto, sí y mucho. Nos lo inculcaron nuestros padres desde pequeños», aclara. Y explica, en este sentido, como su madre, «cuando veían coches negros y largos nos obligaba a abandonar nuestros juegos y a entrar en casa». La historia de Marc y su familia tiene paralelismos con la del mítico escritor de terror Edgar Allan Poe, cuya vida estuvo siempre vinculada a la muerte. Su biografía apunta que Poe se formó en un internado cuya clase lindaba con un cementerio y el profesor de Matemáticas, quizás por la falta de libros y otros recursos, solía sacar a los alumnos de la clase y hacerlos pasear por entre las lápidas. Se sabe también que él y sus compañeros de pupitre eran instados por su profesor a elegir una lápida y calcular la edad a la que había fallecido aquel que estaba bajo tierra, restando las fechas de nacimiento y defunción que figuraban en la tumba. En el caso de Marc y su familia la muerte ha compartido también escenario con ellos durante muchos años. La habitación de su padre linda, según afirma, pared con pared con la primera fila de nichos de la entrada al recinto de los difuntos. «No sabemos el grosor de la pared pero el cabezal de la cama de mi padre está a pocos metros de los nichos», apunta Marc. Ni él ni sus hermanos han tenido nunca miedo a los muertos. «Debe tenerse más miedo a los vivos», indica a este diario. Cuando solo era un niño y se cerraban las puertas del cementerio, sobre las 18.00 horas, él se sentía «el rey de un territorio en el que podía hacer todo lo que quisiera siempre dentro de unos parámetros de respeto que mis padres nos habían inculcado». Casi 53.000 metros cuadrados para disfrutar «siempre dentro de unos límites». Su relación con la muerte se ha forjado desde la más absoluta normalidad. Para él y sus hermanos, correterar entre las tumbas, jugar al escondite entre nichos y atrapar renacuajos en las fuentes del recinto funerario era parte de su «día a día». Experiencias cotidianas como celebrar una fiesta de cumpleaños, invitar a cenar a unos amigos a su casa o llevar por primera vez a tu pareja a conocer a sus padres tomaban otra dimensión en el caso de esta familia. « Le dije a mi novia que la iba a llevar a conocer a mis padres pero no le había dicho nunca dónde vivía. Era de noche, paré el coche frente a la puerta del cementerio la abrí y volví al vehículo. Nunca olvidaré su cara de estupefacción. Pensó que era un psicópata», recuerda Marc entre carcajadas. Su primer encontronazo con un cadáver sí fue, según confiesa, «duro e impactante» por el formato del encuentro y por su corta edad. «Mi padre prestaba también sus servicios en el cementerio de Les Corts». Allí Marc, aún menor de edad, presenció su primer entierro y vio, con pocos años cómo su padre abría un nicho, desenterraba los restos de un difunto y colocaba de nuevo sobre el ataúd del familiar recién fallecido. «Se vaciaban los restos del féretro, ya podrido por el paso de los años y el esqueleto que contenía. Se introducía en el nicho el nuevo difunto y todos los restos anteriores se depositaban otra vez en el interior», relata. Pese a lo «impactante» de esta experiencia en la infancia, a lo que, según dice, nunca se acostumbrará es «a ver un ataúd pequeño» . «Me resulta muy duro porque sé que lleva dentro», apunta. Recuerda también con nostalgia como recaudaba unas «buenas propinas» el Día de Todos los Santos acompañando a su padre al trabajo. «Me llevaba con él a poner flores. No existían por aquel entonces escaleras de aluminio, eran de madera y mi hombro notaba su peso desde las 09.00 horas de la mañana hasta las 18.00 horas. Subía a la escalera, limpiaba el nicho. Era duro pero la jornada valía de largo la pena porque acababa con los bolsillos llenos», recuerda Marc. Es consciente de lo atípica que ha sido su infancia pero no la cambiaría por nada: «He sido muy feliz y creo que lo que soy ahora, y en parte, ha sido gracias a esta casa y a su ambiente, en el que he adquirido el respeto, la nobleza de corazón y el amor al prójimo».


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