Saturday 18 October 2025
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abc - 18 hours ago

Ortega, filósofo del siglo XXI

AL final de Las trayectorias , el segundo de sus imprescindibles ensayos sobre su maestro, Julián Marías se preguntaba: «¿Qué será de Ortega?». Estábamos en 1983 y se cumplía el centenario del nacimiento del filósofo, una efeméride que el recién llegado Gobierno socialista decidió pasar por alto. La comisión creada por la administración de Suárez para conmemorar el aniversario no se reunió ni una sola vez aquel año, síntoma ya de un descuido más que significativo. La pregunta de Marías era por tanto muy pertinente y apuntaba a una negligencia que ha ido adquiriendo diferentes tonalidades. No es que Ortega haya sido exactamente ignorado o ninguneado, pero sí cabe afirmar que su posteridad nunca ha dejado de resentirse de ciertos malentendidos enquistados en torno a su figura que, mirados de cerca, iluminan algunas de las más persistentes limitaciones de nuestro país. Para mi generación, nacida con la democracia, José Ortega y Gasset fue durante mucho tiempo la caricatura que de él hicieron nuestros maestros de la generación del 50 . Benet, Ferlosio, Martín-Santos, a veces Gil de Biedma –nunca, en cambio, los hermanos Ferrater, por haberlo leído con mayor profundidad– llevaron a cabo, cada uno a su manera, lo que hoy podríamos llamar un parricidio fallido, pero sobre todo por cuestiones estilísticas. La prosa a veces –pero solo a veces– refitolera y pomposa del ubicuo maître à penser les sirvió como inmediato sparring para la puesta en práctica de sus teorías sobre el estilo y la lengua, último reducto quimérico de unos escritores que, nacidos con la República y educados en el franquismo, no encontraron otro lugar en el que redimir su casi congénito desahucio político. Pero ninguno de ellos, curiosamente, se atrevió nunca a entablar un verdadero cuerpo a cuerpo con el filósofo, despachando su discrepancia con comentarios casi siempre superficiales. El chascarrillo de barra de bar tan propio de la vida literaria española. Para dar respuesta a su pregunta, Marías aseguraba que «todo intento de dar a Ortega por terminado y concluso es la absoluta impiedad. Todo intento de repetirlo de manera inerte es la forma más refinada de infidelidad, de deslealtad. Hay que seguir pensando, como Ortega pedía cuando se le decía algo que no estaba del todo mal». Cuando se cumplen setenta años de su muerte, en aquel Madrid de 1955 en el que el filósofo ya no tenía ni cátedra ni tribuna, lo primero que llama la atención es precisamente el carácter inconcluso de su legado. Tengamos en cuenta que la obra de Ortega no ha podido empezar a leerse en su práctica totalidad hasta nuestro siglo. La conclusión de sus últimas Obras completas (Taurus) data apenas del 2010. Y aún en los últimos años han ido saliendo inéditos y nuevas ediciones que han ampliado considerablemente su recepción. Pienso, sobre todo, en su magnífica y tan reveladora Estimativa (Tecnos), editada por Javier Echeverría y Lola S. Almendros, de 2022. O en la imponente edición, del mismo Echeverría, de La idea de principio en Leibniz (Cesic-Fundación Ortega, 2021), con todos los materiales de trabajo, un libro cuya justa valoración y exacta trascendencia en la historia de la filosofía europea aún está por llegar. Es probable que la versatilidad, la ambición y la hiperactividad de Ortega, que no dejó ninguna parcela del conocimiento sin sondear, haya jugado en su contra. Su dispersión ha ocultado un hecho incontrovertible que Marías no se cansó de repetir y cuya elusión ha sido la fuente de la mayoría de malentendidos. No se puede entender a Ortega si no se ve que toda su obra es filosófica y forma parte de un conjunto orgánico que, sin aspirar a conformar un sistema clásico y convencional, no deja de tener una secreta y consistente coherencia. Como dijo ya en su primer libro, Meditaciones del Quijote (1914), Ortega se propuso hacer filosofía in partibus infidelium , en un país de infieles a la disciplina. Y, para hacerlo, no podía ponerse a filosofar con jergas cerradas, como se hacía en otras tradiciones más sólidas –sobre todo la alemana, en la que se había formado–, sino que se vio obligado a salir a la calle –al ágora y los periódicos–, con lo que eso supuso. Su principal tarea consistió en transformar el español, hasta entonces una lengua eminentemente teológica, lírica y narrativa, en instrumento filosófico. Y para ello consolidó el ensayo en nuestro país, pero sin dejar de ser al mismo tiempo, siempre y en todo momento, un filósofo. Cuando salió la primera edición póstuma de su Leibniz , en Alemania –país muy lector de Ortega, que lo consideraba uno de los suyos– sus editores lo rechazaron por considerarlo «demasiado filosófico». No cabe mayor prueba de la confusión que había generado su trayecto. «Si hemos sido en verdad sus discípulos, quiere decir que ha logrado de nosotros algo al parecer contradi que, por habernos atraído hacia él, hayamos llegado a ser nosotros mismos». Esta reflexión de María Zambrano sobre su maestro ilustra la naturaleza siempre abierta y proteica de la filosofía de Ortega, que, con su énfasis en la realidad radical de la vida de cada uno y de su circunstancia, obliga a actualizar y problematizar su pensamiento constantemente. Antes que un coto privado para iniciados, su pregunta filosófica es como una piedra que cae en el lago de cada momento, abriendo infinitos círculos concéntricos. Y en ese centro sigue latiendo una pregunta esencial acerca de los límites de la razón y de la propia teoría, a favor de una existencia sin condicionamientos, que se cuenta entre las más difíciles que ha formulado el pensamiento europeo. Ortega volvió a pensar de raíz toda la tradición epistemológica occidental, poniendo en tela de juicio sus fundamentos –la ontología helénica, por ejemplo–, pero sin desautorizarla ni condenarla, sino pensando otra vez a su lado, sin olvidar lo que de seminal error podría haber en nuestra concepción de la historia o de la humanidad. Zambrano, en el exilio, recordaba a menudo una reflexión axial de Ortega en sus clases sobre el nacimiento de filosofía como respuesta a la «ausencia de ser» en las imágenes de los dioses griegos, la pregunta por lo que se echa de menos. Uno se puede quedar toda la vida hipnotizado ante esa cuestión Ortega se adelantó en la exposición y la encarnación del conflicto que Hannah Arendt formularía en su obra entre vita activa y vita contemplativa . Hasta 1932, en que consideró que su apuesta por la reforma de España había fracasado, Ortega fue un filósofo a favor de la polis , formando parte de la excepción que Arendt teorizó al margen de la olímpica hostilidad que, de Platón a Heidegger, los mejores filósofos habían demostrado contra la democracia. Su insistencia en los principios básicos de la modernidad política, nacidos en Atenas –el vacío constitutivo del espacio civil, libre de contenidos naturales–, sigue siendo tan vigente como contestada por nuestros inveterados carlistas de todo pelaje. En ese sentido, su opinión no ha dejado de ser incómoda para todos los fanáticos. La revista Nuestras ideas , publicada por el PCE entre 1957 y 1961 en Bruselas, llegó a publicar un editorial en el que decía: «Hoy en España ya no mandan los falangistas sino los del Opus Dei, lo cual es una buena noticia para nosotros porque con ellos podemos entendernos. Los enemigos son los orteguianos». Por estas y muchas otras razones, Ortega es un filósofo que llega joven al siglo XXI, pendiente aún de reevaluarse en toda su complejidad. A su favor juega que buena parte de los supuestos que la filosofía posmoderna trató de deslegitimar –como el logocentrismo , la confianza en el lenguaje o incluso la existencia de la verdad– se están demostrando mucho más resistentes e indispensables hoy que hace treinta o cuarenta años. En un panorama mundial bastante ominoso, desmoralizadas y banalizadas las tradicionales formas de representación y discusión en todo Occidente, el pensamiento auroral de Ortega –una cualidad que contagió a toda la filosofía española, que por llegar tarde se ahorró muchos estragos y preservó al mismo tiempo la pureza del inicio– sigue siendo, para decirlo en sus términos, «una alegría alciónica».


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