Tuesday 4 November 2025
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eldiario - 19 hours ago

Las caras de la monarquía

El papel del monarca emérito está exponiendo a las claras la propia debilidad de la institución y sus miserias más humanas y dinásticas, siempre inmunes Cito una cita de Kantorowicz: El rey nunca muere, y su muerte natural no se llama muerte, como con cualquier hombre, sino sucesi n . La afirmaci n procede de los maravillosos equilibrios de la justicia inglesa sobre su monarqu a medieval. La teor a sostenida a manera de teolog a pol tica predica que el rey tiene dos cuerpos: uno mortal, humano, sujeto a pa el otro, un cuerpo pol tico, compuesto por el rey y sus s bditos, de tal forma que constituyen una corporaci n que perdura en el tiempo, es inmortal. Es decir, la monarqu a nunca muere porque va m s all de qui n sea el rey y su cuerpo mortal. En este principio din stico, no democr tico, se basa la teor a m s rancia del sistema mon rquico. Tan es as que cuando los mon rquicos m s recalcitrantes de la Inglaterra m s integrista ve an amenazado el sistema porque un rey no daba la talla, los puritanos alzados gritaban: luchamos contra el rey para salvar al rey, la monarqu a. Esto dicho, y otras cosas, digamos, m s modernas, justifican la inviolabilidad del rey (en las constituciones mon rquicas espa olas hist ricas se afirma no solo la inviolabilidad de su persona sino su sacralidad). Lo es porque no se puede aceptar que un rey, mientras no se hayan separado sus cuerpos, sea un corrupto, un ladr n, un golpista o un ejerciente de otras pasiones, salvo que no se sepa. Pero para eso est n los juristas de la corte y cortesanos de todo tipo, incluidos los medi ticos, para que no se sepa nada que afecte al car cter sagrado de la monarqu a por encima de todo valor democr tico, no solo del principio electivo (algunas monarqu as son electivas) sino de otros como la igualdad de g neros, de la igualdad de todos ante la ley, la responsabilidad El rizo de la desfachatez medi tica cortesana consiste en nuestros tiempos en el salseo mon rquico, que incluye desde la cr nica lacrim gena familiar y chismosa a la moda, unos aut nticos y vergonzoso rancios ecos de sociedad. Juan Carlos no solo se atribuye un falso protagonismo en la restauración democrática (débil pero obligada por actores exteriores), sino que reconoce que su corona es fruto de la dictadura que le precedió y lo designó sin otra legitimidad que el dedo de un dictador y tirano Para circunstancias extremas se invent la abdicaci n, es decir, a la espera de la muerte del cuerpo mortal, se muere pol ticamente de manera parcial, garantizando, eso s , la continuidad v a sucesi n. De ah la importancia de las familias reales. Ancladas en el principio seminal de la sucesi n, la familia real es la overa del s ah reside siempre la sucesi n, la figura del pr ncipe o princesa heredera, garant a de continuidad. Eso solo falla en casos de cambio de r gimen o de dinast a. Los casos de cambio de dinast a no son infrecuentes, aunque algunas casas han demostrado su capacidad de resistencia en casos muy dif ciles, no dudando incluso en protagonizar golpes de Estado para seguir, para debilitar la democracia o para restaurarse en el poder, aunque no todos acabaron en xito. Pero si Kantorowicz contempl y desarroll la teor a de los dos cuerpos del rey, nunca pens que quiz se ver a obligado a teorizar cuando hubiera m s de dos (incluso m s cuando se trata de pugnas sucesorias). Es el caso de la monarqu a espa ola actual (ha habido casos muy curiosos anteriores de pugnas paternofiliales en la dinast a borb nica) porque hay un rey pol tico, pero dos reyes mortales, uno de ellos, em rito honor fico mejor porque l quiso y lo impuso. Esta situaci n, insisto, no extra a entre los borbones, est produciendo estragos en la monarqu a. El papel del monarca em rito est exponiendo a las claras la propia debilidad de la instituci n y sus miserias m s humanas y din sticas, siempre inmunes. Y algo a n peor, en la desesperada reacci n por reclamar su papel central en su dinast a ortop dicamente restaurada, su casa es eso, tiene raz n , est dejando patente su propia ilegitimidad de origen. En efecto, Juan Carlos no solo se atribuye un falso protagonismo en la restauraci n democr tica (d bil pero obligada por actores exteriores), sino que reconoce que su corona es fruto de la dictadura que le precedi y lo design sin otra legitimidad que el dedo de un dictador y tirano. Su acto inaugural no fue otro que la jura de lealtad a los Principios del Movimiento, rey antes de la Constituci n, y, como se puede apreciar, sin nunca exhibir una p blica condena de aquel r gimen brutal y antidemocr tico.


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