Monday 20 October 2025
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abc - 3 days ago

Los molletes de Benaoján que han conquistado el firmamento Michelin

Este 16 de octubre se ha celebrado el Día Mundial del Pan, y en GURMÉ Málaga lo celebramos viajando hasta Benaoján , un pequeño pueblo blanco escondido entre montes de la Serranía de Ronda. Allí, en un horno que arranca antes del amanecer, se cuece a diario una de las historias más sorprendentes del pan andaluz: la de Obrador Máximo, donde Pedro Heras elabora cada madrugada los molletes que hoy se sirven en restaurantes con estrellas Michelin de toda España. El apellido Heras lleva más de un siglo ligado a la harina. La receta original nació en 1892, cuando Isabel Gil, tatarabuela de Pedro, amasaba pan a cambio de una pieza diaria en la panadería donde trabajaba. Su hijo Máximo fundó más tarde su propio obrador, y desde entonces el oficio se ha transmitido de generación en generación. Durante décadas, los molletes se cocían en horno de leña y se vendían solo en el pueblo, hasta que el nieto de Isabel —y padre del actual panadero— mantuvo viva la tradición junto a Miguel Ángel Villalba, que lleva más de tres décadas junto a la familia. Pedro Heras, que en su juventud se debatía entre los estudios de Económicas y una carrera estable fuera del horno, acabó regresando al pueblo atraído por el olor del pan y por la idea de dar continuidad a un legado. Hoy es la tercera generación de un negocio familiar que ha puesto a Benaoján en el mapa gastronómico. A las dos y media de la madrugada, mientras el pueblo duerme, Pedro ya está en el obrador. Allí empieza un proceso que no entiende de prisas: 80 kilos de harina de Pizarra, Coín y La Rambla se mezclan con «mucha agua», masa madre, sal y levadura. La hidratación supera el 85%, un porcentaje altísimo que convierte la masa en un cuerpo elástico y frágil a la vez. Esa humedad es la clave de unos molletes «aéreos por dentro y crujientes por fuera», como describen los cocineros que los sirven. Tras más de media hora de amasado —la única tarea mecanizada—, la masa se divide en porciones, fermenta cubierta de harina durante tres cuartos de hora y vuelve a reposar otras dos horas más. Todo el proceso se ajusta al clima, al viento, a la humedad. Aquí, el pan no lo dicta el reloj, sino el tiempo de la sierra. Antes del horneado, cada pieza se palmea para eliminar el exceso de harina y entra en el horno rotatorio apenas diez minutos a temperatura alta. «Como tiene tanta agua, necesita mucho calor para subir y poco tiempo para no tostarse demasiado», explica Heras. Después, su madre, Marisol Aguilar, y su mujer, Sandra Gamero, se encargan del toque final: un cepillado rápido, casi hipnótico, que deja los molletes limpios y listos para envasar. Todo a mano. Nada industrial. El resultado: unas 1.800 unidades diarias que viajan desde la Serranía a toda España. En las cocinas de Bardal y Tragatá (ambos de Benito Gómez), Kaleja, La Cosmopolita (que acaba de anunciar su cierre) y La Cosmo (de Dani Carnero), Aleia (Barcelona), Ugo Chan (Madrid) o Cañitas Maite (Albacete) su nombre ya suena a clásico. Los chefs los eligen para acompañar elaboraciones tan distintas como un steak tartar, una panceta adobada o un guiso de chipotle. También se sirven en hoteles Only You y en restaurantes del Grupo Larrumba o Carbón, en Madrid. Incluso el chef José Andrés se los lleva cuando pasa por Málaga. Y cada primavera, el Mutua Madrid Open de tenis incluye los molletes de Benaoján entre los productos gourmet que se ofrecen en el evento. Pero, paradójicamente, el mejor lugar para probarlos sigue siendo el propio pueblo. En el bar El Encuentro, donde Pedro desayuna sobre las seis y media de la mañana, los sirven con panceta, huevo frito, cebolla caramelizada y alioli. O simplemente con manteca colorá, aceite y una pizca de sal. Porque si algo distingue a estos molletes es su capacidad para engrandecer lo sencillo. La historia del Obrador Máximo no es solo la de un pan bien hecho. Es la de una familia que ha sabido mantener una fórmula sin rendirse al ritmo de la industria. Aquí no hay conservantes ni cámaras de fermentación. Hay un oficio aprendido entre generaciones, un panadero que se levanta de noche y una madre que cepilla con paciencia cada pieza antes de que amanezca. Por eso, cuando los molletes salen del horno, suenan a orgullo. Son, al fin y al cabo, el testimonio de un pueblo que desde hace siglos hace honor a su nombre —Benaoján, «casa del panadero»— y de un oficio que, desde un pequeño obrador serrano, ha conseguido conquistar la alta cocina española sin perder el alma.


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